Las lágrimas de Pedro
Jesús le dijo: De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces.
(Mateo 26:34 RV60)
Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes que cante el gallo, me negarás tres veces. Y saliendo fuera, lloró amargamente.
(Mateo 26:75 RV60)
Amargas lágrimas brotaron de los ojos de aquél rudo y viejo pescador, que tan sólo unas pocas horas antes había jurado ir con Jesús hasta la muerte. “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (Mateo 26:33), “Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré” (Mateo 26:35); había proclamado con vehemencia ante Jesús.
Sin embargo, el auxilio no tardó mucho en llegar. Un mensaje para los discípulos, pero especialmente dirigido a Pedro: “decid a sus discípulos, y a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis” (Marcos 16:7). Evidentemente Jesús se negó a dejarlo a Pedro tirado, revolcándose en un mar de lágrimas, sumido en su depresión y desesperación.
“Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?… Pastorea mis ovejas” (Juan 21:15-17) le dijo Jesús a Pedro, antes de su partida. Lo buscó, lo perdonó y lo restauró para usarle poderosamente, para confiarle una de las misiones tanto más duras, como hermosas de la historia: pastorear su rebaño, edificar su Iglesia.
Podría haber sido Juan, por su cercanía a Jesús, por su carácter, que a los ojos de los hombres calificaba mejor… pero, no. Inauditamente fue el rudo, el vehemente, el bravucón Pedro que la noche del arresto de Jesús arrancó la oreja a un soldado con su espada (Juan 18:10).
De no haber pasado por la terrible experiencia de enfrentarse a sí mismo, Pedro no hubiera estado en condiciones de llevar a cabo semejante empresa. No se sabe a ciencia cierta, pero los eruditos se inclinan a darle crédito a la tradición de que Pedro terminó sus días en esta tierra crucificado cabeza abajo por causa del testimonio de Jesús. Si esto es así, finalmente cumplió su promesa a Jesús, fue por El hasta la muerte y terrible muerte, por cierto. Pero tuvo que entender que no se podía llevar a cabo con su espada, por sus propios medios, con sus propias fuerzas, ni mucho menos siendo tal cual Pedro era. Era necesario todo un proceso de transformación en su vida antes de estar listo para la misión.
Muchos hemos pasado tanto tiempo de nuestras vidas con Jesús, que ya nos hemos olvidado cómo era la vida sin El, dice acertadamente Charles R. Swindoll. Los jóvenes están llenos de vida, todo su presente está lleno de proyectos, de esperanzas, de ilusiones para el futuro. Quien esto escribe, al final de su adolescencia estaba sumido en la depresión, ya no tenía proyectos de vida, ni esperanzas, ni deseos de vivir. El fantasma de terminar con su vida asomaba en el escenario de la mente cada vez con más frecuencia, se hacía más real.
Así me encontró Jesús. Tirado, embarrado en el charco de mis propias lágrimas. Me levantó, me perdonó, me restauró y hoy camino hacia la meta. Sin embargo, debo decir que ya he perdido la cuenta de las veces que renuncié a los malos hábitos que me hacen tanto daño y volví otra vez a los mismos. Ya he perdido la cuenta de las veces que derribé los altares de Baal de mi vida y los volví a edificar. Evidentemente NO CALIFICO.
¿Te has sentido así?
Sin embargo, una y otra vez me vuelvo a levantar en fe. Enarbolando la bandera de la esperanza, sigo hacia la meta aferrado al madero de SU GRACIA, ya no con mis propias fuerzas, sino con las fuerzas de El, porque no importa lo que yo creo de mí, sino lo que Dios ve y está haciendo en la vida de su siervo.
Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.
(Filipenses 3:13-14 RV60)
Por Luis Caccia Guerra